“MIRAD, VARONES; VED QUE SOMOS HOMBRES”
Estos cuatro elementos conforman el imaginario boyacense que consolidan la identidad de una etnia que habita en el altiplano central de Colombia y que ha merecido muchos estudios sociológicos y etnográficos. Los cronistas -entre ellos el más importante de todos, Fray Pedro Simón- refieren la confusión que se presentó entre los soldados españoles y algunos indígenas de los lados de Tunja, cuando a estos últimos les preguntaron, con pésimo traductor a bordo, un indígena llamado por los europeos “Pericón” que fue reclutado en las selvas del Opón, al paso de las huestes de Gonzalo Jiménez de Quesada, cuando abandonó las naves fluviales en el gran río de la Magdalena, a la altura de las barrancas bermejas.
El notable estudioso de la lengua aborigen, doctor Joaquín Acosta Ortegón, nacido en la ciudad de Chiquinquirá, en su consultado libro: “El idioma Chibcha o aborigen de Cundinamarca”, editado en Bogotá en 1938 y reeditado en 1992 para los festejos del Quinto centenario del ‘Encuentro de las dos Culturas’, después de prolijas explicaciones entorno a las palabras “Chibcha” y “Muisca” o “Mosca”, certeramente establece un imaginario diálogo entre los indígenas y los conquistadores de esta manera:
-“¿Ustedes quiénes son?”. Los nativos contestaron: -“Muiscas” (que significa ‘gente’). Los españoles no quedaron convencidos de la respuesta y volvieron a interrogar: -“¿Ustedes quiénes son?”. -“Chiba chas”, contestaron los nativos, lo que etimológicamente quiere decir: “mirad, varones; ved que somos hombres”.Al parecer, unos y otros quedaron convencidos de los significados.
Profundizando un poco en las raíces etimológicas del antiguo idioma muisca se puede comprender que la palabra “Cha” significa ‘varón’, ‘macho’, ‘hombre’; entonces se encuentra que ‘chicha’ es la ‘bebida fuerte del varón’. Nunca eran invitadas las mujeres a las borracheras de los hombres que generalmente terminaban en grandes garroteras con bordones y otros trebejos. Las palabras ‘Cundinamarca’ y ‘chibchacum’ tienen su asidero en la raíz ‘Cha’. La primera hace referencia al poderoso varón, el dios ‘con’; aunque algunos autores señalan que la palabra es de origen ‘aimará’, haciendo referencia a la gran cultura de Perú y Bolivia. ‘Chibchacum’, es el cuarto hijo de la diosa ‘Bague’, la madre de todo lo creado en la mitología muisca y su nombre significaría “mirad, al poderoso varón de la fuerza” que en la connotación se traduce como la deidad que regía temblores y terremotos en las creencias de los indígenas de la zona central de Colombia.
LOS DIOSES TUTELARES DEL MUNDO MUISCA
Estas explicaciones previas pretenden analizar someramente las raíces de nuestra identidad boyacense para abordar los referentes culturales del vestido que es el tema de fondo del presente ensayo. Oportuno recordar la mitología muisca para saber la forma como ‘apareció el indígena’ sobre la faz de la tierra. Según Fray Pedro Simón, el primer gran cronista del ‘Nuevo Reino de Granada’, los indígenas del altiplano cundiboyacense creían en la existencia de una gran diosa, llamada ‘Bague’, madre de todo lo primigenio, pensamiento de todo lo que se va a crear. En la primera moche inmemorial, ella sentada en su casa de caracol, decidió crear nuestro universo, pero sintió que sus fuerzas no eran las suficientes para consolidar la colosal empresa, entonces invocando sus poderes fue llamando a sus seis grandes hijos: Chiminigagua (el dios sol), Bachué (la diosa mamá de los indios), Bochica, (el profesor), Chibchacum, (el protector de los ancianos), Nencatacoa (el dios de los artistas y beodos) y Cuza (el que se parece a la noche) a quienes ordenó el diseño y creación de nuestro sistema solar. Una vez conformado el universo Bachué solicitó a la diosa madre Bague crear unos seres semejantes a ellos para que a través de abluciones y otros rituales rindieran tributo de respeto y admiración, además de aprovechar las riquezas y alimentos que a diario -en abundancia- florecían en el vasto mundo ingeniado por su digna madre.
Entonces sobre el tablero de fino polvo de oro existente en la casa del caracol, Bachué observando la bella mata de maíz que se erguía cerca de allí, trazó al hombre muisca, este que somos nosotros: la cabeza hacia arriba, en homenaje a Chiminigagua que aceptó el sacrifico de convertirse en su propio hijo para ascender al cielo y con sus rayos iluminar y dar vida a todo lo creado. Los pies hacia abajo, evocando a Cuza y las poderosas fuerzas de la oscuridad. El corazón, hacia el norte en recuerdo de la diosa madre de los indios, la dignísima Bachué que por siempre habitaría el corazón de hombres nobles y generosos. Los riñones al sur, teniendo como frontera la espalda en homenaje a la fuerza y poderío de Nencatacoa que arrastraba los grandes árboles para construir ‘Güeta’, es decir casa y sementera; los brazos y piernas a los lados, en recuerdo de Bochica que enseñó a labrar la tierra y a sembrar el maíz, además de tejer e hilar y Chibchacum, cuya maledicencia en contra de las enseñanzas de Bochica, lo llevaron a sostener en sus hombros la sabana de Bogotá como eterno castigo por su rebeldía; cuando se producía algún seísmo, los indígenas creían que el dios estaba cambiando de hombro para descansar. Muy similar al mito de Atlas en la cultura griega, pero nadie sabe por que de la simultaneidad de los mitos.
Trazado el esquema del hombre que íbamos a ser nosotros los indígenas, con las seis precisas direcciones: cabeza al cenit, pies al nadir, corazón al norte, riñones al sur y brazos y piernas extendidos a oriente y occidente, Bachué obsequió al hombre un capacete de plumas, de todos los colores, como testimonio de su autoridad y mando; a la mujer abundantes y sagrados frutos, que a semejanza de la jugosa leche de la mazorca del maíz serían el primer y esencial sustento de muchos muiscas que poblarían el altiplano por ellos escogidos para su permanente residencia. Presentada la tarea a su madre Bague, ella la autorizó para que en compañía de un niño de unos seis años de edad, de nombre ‘Sue’, emergieran del fondo del mundo por la laguna de Iguaque, cercana a la Villa de Leiva.
‘Sue’ se convirtió rápidamente en un joven fuerte y atlético; desposó a Bachué y en cada parto, la diosa paría cuatro o seis hijos, de esta manera, fueron poblando el mundo muisca. Una vez cumplida la misión, a las orillas de la laguna de Iguaque reunieron a sus hijos, les recordaron las normas esenciales del buen comportamiento y vecindad y, se sumergieron en las aguas; primero se convirtieron en lagartos y luego en serpientes para desaparecer por el fondo de la laguna. Desde entonces, los hombres, los muiscas, tienen mucho respeto por la serpiente que cuida el pozo del agua, ‘chucua’ o ‘mana’ como suelen llamarla los campesinos de la zona central de Colombia. La serpiente es el vivo recuerdo de la mamá Bachué y matarla significa que el pozo o ‘mana’ se seque para siempre.
DEL CAPACETE DE PLUMAS AL SOMBRERO
En todas las culturas del mundo siempre la autoridad y el poder se revisten de una corona, tiara, casulla, fez, capacete o sombrero especial con el cual se honra al portador con un título honorífico que lo faculta para tomar decisiones o simplemente mandar. Como ya se anotó en la cultura muisca, el cacique portaba un capacete de vistosas plumas que al decir de algunos estudiosos, la diosa Bachué lo tomó como símbolo de autoridad y mando de la singular espiga del maíz.
Los conquistadores europeos al irrumpir en el ‘Nuevo Mundo’ portaban el casco o yelmo que los identificaba en el mando, dicho elemento exhibía una gran pluma de diversos colores según las apetencias de los guerreros. En el lenguaje subliminal ofrece varias significaciones. Según la pluma, dicho animal daba una clara connotación al portador de: agilidad, astucia, fuerza, velocidad, arrogancia, soberbia. Aunque no existen mayores argumentaciones en las etnias indígenas del ‘Nuevo Continente’ es de suponerse que también los caciques, jeques y güechas -máximos exponentes de la jerarquía del poder- recurrían a estos símbolos para hacer notar su autoridad.
Al comenzar, la mal llamada época de la conquista, la destrucción de los patrones culturales de las nativas comunidades se aceleró, por cuanto, en las luchas entre europeos e indios, la intención del invasor fue derribar y apropiarse del capacete de plumas que identificaba al aguerrido indígena. El uso del capacete pasó a tener una connotación de peligro que rápidamente se fue cambiando por el uso de una ‘especie de sombrero’ tejido con fibras vegetales de las muy abundantes por estas tierras. Entonces, operó otra transculturación muy importante: la suplantación de las auténticas comunidades indígenas por comunidades de labriegos, acogidos a la mita agraria que implantaron los europeos para que los abastecieran de comestibles, sector social que prontamente entró en la esfera del campesinado que prevale con mucha arraigo en el altiplano cundiboyacense.
La elaboración y comercialización de sombreros, los comúnmente llamados ‘de paja’ se convirtió en una de las actividades que concentraron mayor número de operarios. El sombrero se convirtió en una prenda indispensable y en Colombia, cada región geográfica o particular etnia ofrece un diseño especial en su elaboración, además de utilizar diferentes fibras para la confección de los mismos. Se puede afirmar que el sombrero es un símbolo de identidad del pueblo colombiano y que de él se hacen diferentes usos como lo explicaremos en los siguientes acápites.
LA COPLA, ESENCIAL VEHÍCULO DE COMUNICACIÓN
La forma más antigua de comunicación existente en nuestro medio social fue la copla. Con ella se hacían saber los diferentes pensamientos, los estados de ánimo, los más profundos sentimientos, era el vehículo para entablar relaciones amorosas, inclusive con la misma copla se zahería; se entraba en las hoscas esferas del rencor y la maledicencia o también se recurría a ella para otorgar el perdón y la reconciliación. Todavía en algunas comunidades campesinas, la copla se utiliza como principal medio de comunicación y por supuesto juega un papel fundamental en los imaginarios de los conglomerados, como lo demuestran las tradicionales y folclóricas fiestas de Vélez y otros municipios. La mujer en ‘edad de merecer’, como se suele decir por estos lares, entra en comunicación con alguno de los posibles pretendientes y entonces con la copla ‘echa un vainazo’ o entabla un reclamo:
de los hombres que hay solteros
que cuando van a enamorar
ofrecen hasta el sombrero.
Siempre se ha manifestado que el lenguaje en el mundo campesino es de ‘alto doble sentido’, es decir, es un lenguaje de especial connotación, donde el ‘doble sentido’ se expresa en directa alusión a cuestiones sexuales. En la copla anterior se observa una composición inocente, pero en la simbología de sus expresiones, la palabra sombrero hace referencia al órgano sexual masculino que por definición de su utilidad tradicionalmente ha sido un referente del poder y la autoridad. La copla que a continuación se lee muestra con particular intensidad el lenguaje del ‘doble sentido’ que intentamos explicar:
Esta noche está de tuna
La copa de mi sombrero,
Si la copa está de tuna
Que será el sombrero entero.
Necesario profundizar en torno a las simbologías presentes en la palabra sombrero. Se llama así a la prenda nueva que celosamente se cuida para ser usada en ocasiones especiales. Por supuesto, sombrero que se respete lleva la tradicional pluma, como signo de evocación del capacete de plumas -poder y autoridad-. Camino del pueblo, sobretodo los días domingos que incluye la asistencia al oficio religioso, tanto hombres y mujeres, lucen sus sombreros con toda dignidad y orgullo, porque así lo exige el significado que tiene el mismo ante los ojos de las gentes de su conglomerado social.
Cuando el sombrero se aja y pierde su elegancia original, se convierte en “Gorro”. Se usa para las diarias faenas del campo, lo obsequian a los hijos menores o se utiliza en la confección del “espantapájaros”, el reconocido muñeco que asusta y espanta a las aves que osan acabar con las sementeras de granos. El hecho de usar los mayores el ‘gorro’, los niños, los bobos y el ‘espantapájaros’ le otorga al ‘gorro’ una connotación de tonto, de pendejo, de hombre que no sabe, que no se da cuenta, que se lo pueden ‘pasar por la galleta’, en fin el de recibir un tratamiento de ‘espantapájaro’, pero en el lenguaje subliminal del campesinado la palabra ‘gorro’, también significa el prepucio. Entonces, cuando se sabe que un joven fue iniciado en los actos sexuales, dicen “que le bajaron el gorro”. La copla lo expresa con desparpajo:
Anoche fue mi gran noche
por encima… y en el morro,
me hicieron ver candelillas
cuando me bajaron el ‘gorro’.
También existe la alocución “poner gorro” con la significación que aquel a quien le “ponen gorro” es un individuo que no sabe, que no se da cuenta. A alguien le “ponen gorro” cuando en una habitación duermen varias personas y una pareja realiza el acto sexual, mientras los demás aparentemente duermen. En los campos es común que padres e hijos duerman en la misma alcoba y que los padres se dediquen a actividades sexuales mientras los hijos duermen; esto se considera normal y los padres “no ponen gorro” a sus hijos; pero cuando el acto sexual se realiza en compañía de personas mayores, “el poner gorro” es grave insulto, posiblemente más que agredir con palabras, llegando inclusive a perder la amistad por este hecho, sino pasa a retaliaciones de otro tipo.
La expresión también es utilizada cuando una pareja realiza el acto sexual al aire libre, en finca o predios comunales, entonces los celadores o porteros dirán que “nos pusieron un gorro, grandote, como esos mejicanos”. Podríamos avanzar mucho más en torno al significado de las palabras en el lenguaje campesino. Terminemos este acápite señalando la expresión la “copa del burro” o la “flor del burro” que hacen referencia también a la “copa del sombrero”, que anatómicamente es el ‘glande’ en el órgano sexual masculino. Nunca los campesinos se invitan a “unas copas”, porque están haciendo referencia a cuestión de un comprometedor ‘doble sentido’ y así lo expresa la copla:
La mujer que se enamora
de la plata y no del hombre,
es mejor que se enamore
de la ‘flor’ que el burro esconde.
“SI LA RUANA HABLARA QUE COSAS NO CONTARA”
Recogiendo la etimología muisca que estudiaron Fray Pedro Simón, el Padre Lugo y los doctores Miguel Triana y Ezequiel Uricochea, (retomados por Joaquín Acosta Ortegón y Pío Alberto Ferro Peña) se sabe que la raíz muisca SA, significa varias cosas: “gustar”, “hoy”, “presente”, “ahora”, pero también “noche”, “oscuro”, “temor” y BOY, manta (Boyacá es tierra de mantas) se puede deducir que la palabra Saboyá, signifique “gusto por las mantas”, “manta oscura” o más coloquialmente, “ruana negra”, porque, fuese posible que el imponente comandante de las huestes indígenas y los propios nativos se presentaran con esta vestimenta, propicia para el clima frío del lugar y un poco más helado hacia tierras de alfalfa y frailejón.
Saboyá guarda uno de los tesoros más significativos de la cultura muisca: la ‘Piedra Pintada’, que según se puede deducir es una “especie de tablero” donde el Dios Bochica -que fue el profesor de los muiscas- dejó impresas sus simetrías asimétricas -según las define el eminente estudioso don Fernando Urbina-. Formas geométricas que tenían la finalidad de recordarle a los indios la manera como debían diseñar sus mantas, ruanas y demás vestimentas para días ordinarios y los de fiestas que ameritaban el lucimiento de las bellas mantas chingamanales en el cercado del guayque.
Se supone que Bochica en su largo peregrinar desde Cáqueza donde se le vio por primera vez antes de ascender la cordillera oriental para llegar a la Sabana de Bogotá, previo el paso por el río Funza donde se le murió el camello que lo transportaba; el esqueleto del animal fue venerado por los indígenas hasta cuando una creciente lo arrastró para siempre; creemos que Bochica debió permanecer algún tiempo largo en Saboyá hasta consolidar la ‘Piedra Pintada’ que guarda los secretos de este gran Dios de luenga barba blanca y ojos azules que dictó sus últimas clases en Cuítiva, municipio cercano a la laguna de Tota, al oriente de departamento de Boyacá donde desapareció. (En el parque del poblado se levanta una imponente estatua de este poderoso dios muisca).
Los anteriores acopios documentales precisan que Boyacá es “tierra de ruanas”; ruanas blancas, grises y negras u oscuras que le dan una gran identidad al pueblo boyacense, al extremo que Nobsa, la ciudad dedicada a confeccionar esta singular prenda le ha colocado en varias ocasiones gigantesca ruana a la torre de su iglesia. La ruana boyacense es reconocida en el mundo y hasta las grandes personalidades como García Márquez se han hecho fotografiar luciendo su hermosa “cuatro puntas”. Pero, si la “ruana hablara que cosas no contara”, dice la expresión popular que en Colombia se utiliza para señalar que esta prenda ha servido en muchas ocasiones para goces y deleites.
y no se puede pelar
también tiene su rotico
pa’uno su cabeza empujar.
Esta copla recogida en la zona de Ubaté es bien diciente del lenguaje de connotación con la alta carga de contenido sexual que identifica el mundo campesino. En primer lugar la ruana sufre una poética trastocación que supone el órgano sexual femenino y de manera gráfica, -aunque un poco escabrosa- se describe el miembro masculino. Desde luego acogidos a la libre interpretación de las imágenes que ofrece la copla se puede afirmar que a la ruana se le da una singular analogía de profundo afecto y gusto, muy similar al que se siente en los momentos de intimidad. Es una perfecta afirmación por la identidad de la prenda que es compañera y cómplice de todos los instantes. Útil en la oquedad del clima, en los momentos de peligro por cuanto es esencial en la defensa personal, además de ser indispensable en los instantes de placer y solaz.
Estando yo con mi chata
en la loma de la mejorana,
nos dio por la ‘jullería’
de darle el bote a la ruana.
LOS DIOSES MUISCAS CREAN EL ÁRBOL DE GUAYACÁN
‘Sas becquia’, es decir, en el comienzo del mundo, como significaba en la sonora lengua de nuestros padres, cuando aún Chiminigagua no era lo que llegó a ser, vio que lo creado por él y sus hermanos era hermoso pero no tenía movimiento. Sabían que por mandato de su digna Madre Bague, debían ingeniarse la forma de sostener el mundo en ‘Tomsa’, el centro de la influencia, es decir en el ombligo de todo lo creado.
Pasaron muchas ‘bxogonoas’ -la mediada del tiempo de nuestros padres que se perdió en la memoria de los sabios demiurgos- y entonces Chiminigagua, que hasta ahora solo era ‘Chimini’, la pulpa dorada, la primera materia de lo que íbamos a ser, nosotros la gente que somos, ordenó en su pensamiento que apareciera el árbol sagrado, el árbol incorruptible, el Guayacán, cuya, madera es dura como la piedra y eterna como el mármol.
Ocurrió así: fueron apareciendo guayacanes, muchos guayacanes y ‘Chimini’ en su pensamiento fue seleccionado los mejores, los más fuertes, los más frondosos, hasta completar cuatro y sobre ellos colocó a ‘Muequetá’ -la Sabana de Bogotá-. Se retiró a cierta distancia y contempló su obra y vio que era hermosa. Volvió a la casa del caracol y sentado sobre el borde rosado del más gigantesco de ellos, invocó la presencia de la dignísima Bague -la madre inspiradora de todo lo hecho- y agraciándola con la danza le rogó para que alguien semejante a ellos habitara ese lugar tan maravilloso creado en colaboración con sus hermanos. Bague que era la luz del pensamiento tranquilizó a Chimini haciéndole entender que pronto, muy pronto habría gente que cumpliera los mandatos prescritos desde ‘unquyhyquynye’, es decir, desde el comienzo de todo.
Y pasaron muchas, muchísimas ‘bxogonoas’ y todo seguía igual. Nada se movía. Todo parecía como dibujado, como hecho en barro o cera, hasta la noche inmemorial cuando la madre Bague preparó la ‘Osca’-la bebida sagrada de los dioses- y Chimini por mandato de Bague -el claro mandato de la palabra- se convirtió en su propio hijo y ascendió por los cielos iluminando y dando vida con sus rayos a todo lo creado. Ahora era Chiminigagua el ser más brillante y esplendente de cuanto existe en el universo.
‘Muequetá’ se iluminó y los colores danzaron en sincero baile de la alegría. ‘Fiva’, -el aire- sopló recio a ‘Faoba’ -la nube- que llovió durante una edad sin tiempo hasta que ‘Muequetá’ quedó cubierta por ‘Ie’-el humo- y ‘Faoa’-la niebla-. Entonces Chiminigagua les derrotó con la potencia de sus rayos y ‘Amón’, -el calor- reinó por orden de nuestro padre.
Desde la comba azul del cielo, Chiminigagua brindaba sus rayos para que el verde intenso de las hojas del Guayacán fueran cada día más verdes y sus troncos y ramas se retorcieran con la alegría de la vida; despeñaba a ‘Sie’-el agua- desde los más alto de las montañas para deleitarse con el murmullo de su descenso que era como música de flautas y fotutos, entre las límpidas piedras que golpeando el cristal de su elemento repetían su canción como eco de torbellino.
Confiado y seguro en la madre Bague, Chiminigagua ordenó en su pensamiento que las gentes que habitaran, lo por él creado, nunca olvidaran que sobre el árbol sagrado del guayacán se sostenía el mundo e igual deberían sostenerse los hombres en el mundo. Desde entonces, la gente que somos nosotros, los muiscas, nos sostenemos con el bordón de guayacán. Al cortar con todo respeto la rama, agradecemos el sacrificio de Chiminigagua que igual que la madre que da la vida por su hijo, dio su vida por nosotros, la gente que somos, para que tuviéramos, ‘güeta’, es decir, casa y sementera.
El anterior relato magnifica el bordón como uno de los más emblemáticos símbolos de la cultura muisca. No lleva el campesino ese elemento para espantar los perros del camino y mucho menos para agredir al compadre cuando se pasa de ‘guarapos’. Es la más clara afirmación por la ‘tierrita’ al sostenerse en el mundo igual que el padre creador sostuvo el mundo sobre el sagrado árbol de guayacán. El ‘palito’ le dicen con cariño, los hombres que cargan el nudoso bordón que es inseparable compañero de muchas faenas. En otras culturas le llaman el ‘perrero’, porque se supone que con el se intenta agredir al animal que furioso ladra a la vera del camino o con el también se le ‘da perrero al alma’ cuando de penas de amor se trata.
Sobre este brioso caballo que se llama ‘don folclor’,
voy arriando ruana y sombrero
con los duros nudos del bordón.
“ECHAR QUIMBA” TRAS UNOS OJOS
Completa el ajuar tradicional del hombre del altiplano las alpargatas, o alpargates, cotizas, quimbas o chocatos (aunque su confección difiera un poco de aquellos de fique, caucho o cuero). Es una prenda de particulares connotaciones, porque su uso ha tenido altibajos propios de los momentos históricos del país. Fueron simbología de estratificación social. Las indias ‘patirrajadas’ se establecieron como sus primeras propietarias y con ellas los indios ‘arrastrados’ que andaban en busca de marrullerías para hacer rabiar a los patrones. La copla que siempre aparece en el parrando sin invitación previa es muy diciente con su ‘doble sentido sexual’ que establece los puentes de la gracia y la picaresca. Veamos:
Quien fuera alpargate fino
para calzar tu lindo pie
y mirar de para’rriba
y ver lo que el alpargate ve.
Por supuesto, cuando la joven a quien va dirigida semejante insinuación ha perdido un tanto el rubor y el temor para entrar en el juego del retruécano, ella también alistará su copla que con fina ironía y algo de sentido acento, hará que el gracioso joven quedé cortado y en ridículo por lo falaz del atrevimiento:
jeta de burro azorado,
que fuera mi alpargate
pa’estar siempre cagado.
Objeto de muchos diseños y adornos particulares, los alpargates o alpargatas fueron y todavía son prenda de llevar con mucho cuidado. En los lugares pantanosos, camino de la santa misa y el mercado semanal, -generalmente los domingos- las gentes proceden a amarrarlos a la cintura, mientras se sale del ‘mal paso’. Imposible irrumpir con sombrero elegante, ruana impecable, fuerte bordón y… con las cotizas sucias por el barro del camino. Las otras prendas pueden resistir los avatares propios de las contingencias del viaje, pero aquellos que son símbolo de identidad de una comunidad orgullosa de sus ancestros y costumbres no pueden desentonar en el momento de hacer presencia. Así lo trazaron los dioses tutelares de la primigenia cultura muisca y de esta manera deben obedecerlos aquellos que recibieron los secretos que rigen el ordenamiento de la comunidad.